Acabo de salir de trabajar, en una oficina pequeña cuya calefacción no abastece lo suficiente, situada en la tercera planta de la fábrica en el polígono industrial de la ciudad más cercana al pueblo en el que yo vivo. Llevo puesto un anorak rojo, grueso y pesado, pero que no consigue evitar que tirite en cuanto salgo de la fabrica, sorprendentemente cálida y acogedora aunque no alcance ni los 17 grados en el interior, comparad con los 23 grados bajo cero a los que me enfrento en cuanto salgo al exterior. Me subo la capucha del anorak, ciñéndolo a mi cuello con la gruesa bufanda, dejando solo los ojos al descubierto. Mis manos, dentro de los guantes de forro polar, se entumecen al instante. Entrecierro los ojos porque el aire trae consigo copos de nieve que se me meten en los ojos, que empiezan a llorarme.
Tengo el coche aparcado a menos de 100 metros, pero es una distancia considerable, teniendo que salvarla a tan baja temperatura. Las farolas ya se han encendido y desprenden esa mortecina luz anaranjada que presentan en sus primeros minutos de vida. Es una luz débil, supongo que para aprovechar la poca luz que le queda al día.
Aquí, en los Pirineos Orientales, en Diciembre, se hace de noche muy pronto. Siempre he pensado que deberían encender las farolas mucho antes, pero en esta ciudad, ni siquiera eso funciona.
Tampoco debe funcionar mi coche, o esa impresión me da en cuanto lo veo, cubierto de nieve. Es un viejo Volvo que siempre se ha portado genial conmigo y al que le tengo mucho cariño porque fue un regalo de mi padre. Muchos de mis compañeros se refieren a él como "el montón de chatarra", pero aunque su motor sea más ruidoso de lo habitual, nunca me ha dejado tirada en medio de la carretera y ha soportado inclemencias climáticas como la de hoy. Limpio el parabrisas con el guante antes de meterme dentro y cuando me meto me doy cuenta de que dentro no hace mucho menos frío que fuera, pero que al menos, no hace aire.
Enciendo la calefacción y me espero a arrancar hasta entrar en calor. Enciendo la radio. Busco la emisora local, donde no dejan de hablar del parte meteorológico de la semana. Cuatro (o cinco) días más de nieve incesante y temperaturas bajo cero. La situación resulta casi terrorífica, y las autoridades advierten de que lo mejor es no salir de casa, como si eso le fuera posible a todo el mundo.
Voy entrando en calor poco a poco, asi que me quito la bufanda y me desato los cordones de la capucha para bajármela. Me veo en el retrovisor. La nieve me ha quemado la cara. Tengo una línea roja, como un antifaz, sobre los ojos. Reparo en que era la única parte de mi cara que se había quedado al descubierto cuando salí de casa al trabajo, y del trabajo a casa. Me unto crema hidratante mientras que espero a que el motor se caliente un poco poniéndolo al ralentí. Como de costumbre, canturreo las habituales melodías publicitarias de los productos que anuncian por radio, e incluso repito los slogan en voz alta. Es una manía estúpida y lo se, pero dentro de mi coche, solo me oigo yo.
Arranco y circulo a velocidad prudente. Las carreteras locales son sinuosas, y debo tener cuidado. A pesar de las cadenas, la superficie es resbaladiza, y por culpa de la nieve no tengo buena visibilidad. Me queda mucho camino por delante, asi que cambio de emisora cuando me aburro de oir todo el tiempo el mal tiempo que hará. Me deprime saber que todavía quedan varios días deprimentes como hoy. Salir de casa solo para ir al trabajo y nada más salir del trabajo, meterme en casa. Sin vida social, ni paseos... Vivir en esta localidad, es un rollo.
Busco en el bolso, sobre el asiento de copiloto, mientras conduzco despacio con la otra mano. Encuentro el teléfono móvil. Busco en mis contactos a mi marido, César. Debería odiarle por haberme traído a vivir a los confines del mundo por ese proyecto de energía hidraúlica, pero no lo he conseguido. Pulso el botón para empezar la llamada y cuando me acerco el móvil a la oreja oigo el aviso de que no tengo cobertura.
Y entonces lo digo:
-¡Maldito pueblo de mierda!
Me alegro de que no haya nadie, tan solo yo y el Bart Simpson que cuelga del retrovisor. Parece que me mira, con su gesto canalla y sus redondos ojos saltones, como recriminandome lo que he dicho. Le hago un gesto obsceno con el dedo, como si ese triste llavero, tuviera la culpa de que allí no hubiera cobertura móvil casi nunca, ni Wi-Fi, ni ninguna de esas cosas que los seres humanos utilizan en el siglo XXI. Esto, casi parece el Tercer Mundo.
Me resigno a que así es mi vida, y pienso en que en menos de una hora estaré en mi acogedora casa de montaña, junto a mi marido y una de esas cenas que se inventa y que casi nunca son comestibles, disfrutando de la chimenea encendida mientras intercambiamos las pericias del día.
En la radio suena una canción que me gusta, y subo el volumen. Empiezo a cantar, pero la tengo tan alta que apenas me oigo la voz. Vivo un pequeño momento de euforia, uno de esos momentos de felicidad que solo uno mismos se entiende. Me distraigo del cuentakilómetros, y no me doy cuenta de que esty subiendo de velocidad.
Después, todo ocurre muy deprisa. La nieve arremolinándose alrededor del coche no me permite ver más que una sombra cruzándose. Por instinto piso el freno tan a fondo que consigo hacerme daño en el pie. Todo mi cuerpo se tensa como un arco y echo la espalda para atrás hasta hacer crugir el asiento. No veo cuando aquella figura se estrella contra mí porque cierro los ojos por puros reflejos, pero oigo el golpe en el capó y sobre el techo del coche, al mismo tiempo que las cadenas de las ruedas rechinan en la carretera.
Parece que el mundo se ha detenido: el coche, los sonidos, todo se ha parado, menos mi corazón, que me galopa en el pecho. Abro los ojos muy despacio, como si me diera miedo abrirlos.
La música sigue sonando muy alta.
Poco a poco, me giro.
Todo está tan oscuro detrás de mí que no consigo ver a la persona o animal que he atropellado. Sin pensármelo dos veces cojo la linterna de la guantera, me subo la capucha y salgo del coche.
La música saliendo del interior del coche abierto pone una extraña atmósfera al momento. El haz de luz de mi linterna es débil, pero distingo las ruedas marcadas en la carretera cubierta de nieve, y tras ellas, un bulto confuso y oscuro. No soy capaz de distinguir si es una forma humana o animal, pero de igual manera me sobrecoge su quietud. Me acerco lentamente, con un nudo en la garganta y sintiendo que voy a llorar, aunque sea un ciervo.
Me acerco más. Más. La luz de la linterna va definiendo los contornos.
Y soy capaz de distinguir lo que hay tirado en el suelo.
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