Era una noche fría y sin estrellas en Madríd. En la estación de Cercanías de Renfe de La Serna, un joven moreno y alto, enfundado en un abrigo negro, y portando un maletín de piel, esperaba la llegada del tren que le llevaría de vuelta a casa, después de una dura jornada de trabajo.
Mira alrededor. En la estación no hay un alma, a pesar de ser todavía una hora de tránsito. El muchacho mira el reloj, y descubre que lleva parado catorce minutos.
Es en ese momento cuando descubre la luminosidad de unos faros en la distancia. Por fin se acerca el tren y deja en el aire un suspiro que se dibuja como humo blanco delante de su atractivo rostro. Todos los vagones del tren que pasa deprisa por delante de él, están vacíos, y aunque al muchacho se le encoge el corazón de pura aprensión, sube al vagón que mas cerca le queda cuando finalmente el tren se detiene.
Dentro del vagón, el joven se sienta en uno de los asientos. Descubre que al fondo del vagón hay un anciano, que al igual que él lleva un abrigo negro, y un sombrero que le oculta gran parte del rostro.
El tren, comienza a caminar, y el muchacho mira hacia la ventana, observando el paisaje del que se aleja.
-¿Tiene un cigarrillo?
El joven, da un respingo. El anciano está de pie, delante de él. Es alto y delgado, ojos azules, profundos, nariz aguileña, cejas anchas y grises.
-Aquí no se puede fumar – contesta el joven, con un hilo de voz.
-Es para cuando me baje, hombre…
El joven asiente con la cabeza. Saca una cajetilla de cigarrillos rubios del bolsillo de su abrigo y le ofrece uno. El anciano lo acepta, le da las gracias, y se sienta.
El muchacho le mira, observándole fijamente. El anciano, le está mirando.
-¿Que le trae por aquí?
-Trabajo – dice secamente.
-Mladito trabajo, ay que ver. El tiempo que nos quita para ser felices, y encima, hay que rogarle a Dios que nunca nos falte.
-Ya vé.
-Cuando era joven, yo nunca tuve tiempo para ser feliz, por culpa del trabajo.
El joven le sigue la corriente, al no encontrar manera de como quitarsele de encima.
-¿De verdad? – pregunta.
-De verdad. Cuando me di cuenta de que el trabajo me había quitado todo lo que importa de verdad en la vida, ya era demasiado tarde. Hágame caso. Usted es joven, piense en su vida, y mande el trabajo a hacer puñetas.
-Ya quisiera… Pero de algo he de vivir, oiga.
-Claro. Eso decía yo.
El anciano mira unos instantes por la ventana. Luego se dirije de nuevo a él:
-¿Está usted casado?
-No.
-¿Y tiene novia?
-Si.
-¿Puedo saber su nombre?
-Claro. Se llama Andrea.
-Andrea… – dice el viejo, con actitúd nostálgica -. Seguro que es una mujer preciosa.
-Lo es.
-Yo estuve casado, hace ya muchos años.
-¿Y ya no?
-Mi mujer murió.
-Lo siento.
El viejo asiente con la cabeza.
-Hace ya muchos años de que la perdí… pero todavía la echo de menos por las noches, cuando me acuesto en la cama que está tan fría sin ella.
-¿Que la ocurrió?
-Se suicidó.
El joven empieza a sentirse incómodo con la conversación.
-Lo siento – dijo de nuevo.
-Se sentía sola. Yo nunca la hice el caso que se merecía.
El joven le mira, estudiando sus gestos, con cierta aprensión.
-¿Y tiene usted hijos? – le pregunta al viejo.
-Una hija. Lucía.
-Seguramente también será preciosa – dice el chico, sonriendo.
-Hace ya muchos años que no la veo. Me culpó de la muerte de su madre, y la perdí para siempre. Se que tengo nietos, pero ni siquiera se ni como se llaman, ni que rostro tienen.
-Cuanto lo lamento.
-Si, muchacho… hay errores en la vida de los que siempre te arrepientes, pero por desgracia ya no puedes solucionarlos. Ahora, por culpa de mi insolencia, tengo que cargar con la culpa de la muerte de mi esposa, y con la soledad de saber que mi hija me detesta. Ahora soy un viejo solo y abandonado, que por culpa de su egoísmo, ya no tiene a nadie.
El muchacho asiente.
-¿Vas a casa? – le pregunta al chico.
-No, he quedado con Andrea. Vamos a ir al cine.
-Y vas a pedirla que se case contigo.
El muchacho piensa entonces en el anillo que lleva guardado en el maletín.
-¿Y como lo sabe?
El viejo empieza a reir, de forma casi grotesca. Se apoya en su bastón para levantarse, y camina hacia la puerta del vagón, e¡mientras el tren se va aproximando a la siguiente estación:
-Yo lo se todo.
El viejo se detiene frente a la puerta, y el chico le observa. Cuando el tren se detiene, el viejo, le llama:
-Por cierto… olvidé decirle algo.
El joven, pregunta:
-¿Si?
El viejo sonríe, mientras acciona la manivela que abre las puertas del solitario vagón.
-Cuando la des el anillo,te dirá que nunca la gustaron los diamantes, que como era posible que no te acordaras… pero a pesar de que se pondrá a llorar, te dirá que si.
Cuando el misterioso anciano se marcha del vagón, el muchacho, estupefacto, se pasa el resto del viaje pensando en esas palabras.
Al llegar a su destino, coge un taxi que le conduce hasta el pub en el que ha quedado con Andrea. Lleva un vestido verde botella, y el pelo rojo recogido sensualmente sobre lo alto de su cabeza. Mantienen una charla superficial, y el joven alarga todo lo posible el momento de darle el anillo, puesto que siente cierta aprensión al respecto. Finalmente, le entrega la caja de terciopelo negro, y ella, emocionada, lo coge diciendo:
-¿Que es esto?
-No se, estaba en mi maletín. ¿Que tal si lo abres y lo descubres?
Ella sonríe. Abre la pequeña caja, y se queda unos interminables segundos mirándola. Luego le mira a él.
-¿Que significa esto?
-Es un anillo.
-Ya lo veo…
-Significa que quiero que te cases conmigo.
Ella sonríe, con lágrimas en los ojos verdes.
-Pero… ¿Por que me has comprado un anillo de diamantes? Siempre has sabido que no me gustan… ¿Como no has podido acordarte? ¿Siempre es ese el caso que me haces cuando te hablo de lo que me gusta y de lo que no?
El chico está estupefacto, recordando las palabras del viejo. “Cuando la des el anillo,te dirá que nunca la gustaron los diamantes, que como era posible que no te acordaras… pero a pesar de que se pondrá a llorar, te dirá que si.”
-No… Lo elegí por que es el mas bello, no recordaba que…
-¿Es así como me tomas en cuenta? – las lágrimas la empiezan a rodar por el rostro – ¿Regalándome para nuestro compromiso un anillo que no me gusta? No te entiendo, Juan… No puedo entenderlo…
-Lo siento Andrea…
-Si… – dice ella, secándose las lágrimas y asintiendo con la cabeza.
-¿Si que?
-Que sí. Que quiero casarme contigo…
El sonríe, y de pronto se olvida de todo. Se inclina hacia delante para besarla, y después la prende el anillo.
Pasaron los años, y Juan, siempre se acordó de aquél extraño anciano del tren, en aquella noche fría y sin estrellas. Pocos años después de casarse, tuvieron una hija, a la que, a pesar de las negativas de Juan, su mujer llamó Lucía. El trabajo fue siempre una prioridad para Juan. Nunca estaba en casa con su mujer y su hija, cuando llegaba tarde y exhausto, no le apetecía hacer el amor con ella. Andrea se sumió en una depresión, de la que solo la sacó el suicidio. Juan se la encontró un día con las venas cortadas en una bañera llena de agua roja mezclada con sangre.
Lucía le culpó de la muerte de su madre, y nunca más volvió a verla, aunque supo que se había casado y que había tenido hijos, varios nietos a los que nunca conoció.
Juan dejó el trabajo, y se arruinó, perdiendo su vida en locales y bares que se quedaron toda su dinero. Trataba de ahogar sus penas en el whisky, pero ni el más fuerte de los licores le quitaban esa angustia que le acompañaba cada día hasta la cama que se quedó tan fría sin ella.
Al mirarse al espejo, ya anciano, Juan se encontraba siempre con la cara de aquél anciano, que quiso avisarle de lo que le iba a pasar, para que cambiara su vida, y al que él, nunca hizo caso.
Cuando se encontró consigo mismo en el tren, con ese anillo de diamantes en el maletín, le advirtió de nuevo. Pero el joven, de nuevo, le ignoró.
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